A Leonardo DiCaprio me gusta imaginármelo como uno de esos millonarios excéntricos, con varias mansiones repartidas por el mundo, que se dedica a gastar el dinero de las formas más surrealistas que existen solo porque puede. Como puede ser ganarle una cabeza de dinosaurio a Nicolas Cage en una subasta, o construirse una réplica de un premio Oscar de 15 metros de altura. Porque a DiCaprio, me gusta imaginármelo, también, como la víctima de una malsana obsesión, ya sea por conseguir que la Academia le dé su condenado premio, o por salvar a todavía más especies en peligro de extinción.
Porque DiCaprio hace tiempo que se ha quitado de encima su imagen de mojabragas sin pajolera idea de interpretación, para lo cual ha ayudado mucho que se haya convertido en el actor fetiche de ese monstruo (en el buen sentido) italoamericano llamado Martin Scorsese, con quien lleva trabajando ya más de 10 años. Esto mismo, por cierto, es una de las causas probables de que público y crítica lo adoren pero en la Academia se rían de él, ya que el propio Scorsese ha sido, durante años, otro de los grandes apestados por este colectivo. Para El lobo de Wall Street, esta sociedad, responsable de películas como Gangs of New York, Infiltrados o Shutter Island, dejaron el guión en manos de Terence Winter, guionista de Los Soprano y Boardwalk Empire, y showrunner de esta última. Poca broma.

Además, El lobo de Wall Street resulta mucho más divertido si te paras a pensar que Jordan Belfort, el mamonazo que estafó a miles de personas y defraudó al fisco, es una persona real. Una que se desintoxicó, de verdad, y que luego escribió un libro, que luego decidieron convertir en película, y para lo cual, quisieron llamarle. Porque Jordan Belfort, el ex-broker/ex-drogadicto/escritor/coach, sale en El lobo de Wall Street. Tiene un cameo como presentador de la conferencia de Auckland, Nueva Zelanda. Si, ese.

En definitiva: una película que me ha tenido 3 horas riendome a carcajada limpia, que me perdonen los puristas, pero no puede ser mala.
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